La voz te pide redactar,
se oculta
pero no duerme;
nunca lo hace.
(19 de agosto de 2020)
La voz no se calla. Nunca lo hace, da igual cuánto aliento le dé o le quite. Cualquier excusa es buena para exigir su ración de extinción de sed. A ratos se conforma con el mínimo, pero más veces de las que soy capaz de enumerar vuelve así como he decidido apagar la pantalla, cerrar el bolígrafo, guardarme el papel en el bolsillo. Más de un día y más de dos me ha tocado volver, volver a acercarme al texto como si no lo hubiese hecho anteriormente. Como si llevase días, semanas, meses sin sentir el hormigueo en los dedos.
La voz está siempre presente. Incluso cuando parece que no, cuando es imposible que no. Y si consigo acallarla de alguna forma, distraerla, ahuyentarla de mi lado para que no me atosigue… Vuelve. Lo hace de forma insistente, con redoblado ánimo y redoblado látigo en la mano. Pretende que no me olvide de su existencia, que está ahí por mí y para mí. Que si ella se alimenta de mí y de mi creatividad y bien dependo de ella para respirar en papel, sentir en palabras, ordenar los pensamientos en tinta y entenderme de la mejor manera que sé.
La voz se pega a mis huesos. Forma parte de ellos, se cuela en el tuétano, se filtra a cualquier rincón de mi cuerpo. Respira mi mismo oxígeno, siente y padece conmigo. No puedo silenciar lo que se lleva dentro, lo que es tan parte de mí como una misma. No puedo ni quiero callarla. Simplemente dejo que se vierta en palabras, que lo haga lo mejor que pueda, que saque de mí de alguna manera lo que soy. Que se exprese y me permita expresarme.
Porque me pasa como a Sylvia Plath: «escribo porque hay dentro de mí una voz que no se quedará callada.» Sé que no lo hará.