Entre hueco y hueco de la rutina surgen las palabras. No les pongo freno, más bien me desbordo entre páginas.
La más mínima precaución
La mínima precaución,
la más elemental,
consiste en la pluma encima.
Por si un arrebato sincero,
un fogonazo inspirador,
un chispazo repentino
surgiese a mi paso
y se llevase los silencios
de la acera que transito.
Que los borrase de mapa
como si no existieran
y fuese la última vez
que tuviese un papel
temblando bajo las manos.
Que aparecieran de pronto
las ganas de construir
en un autobús de vuelta
de un trayecto que,
en otros momentos,
hubiese significado
solo cansancio.
Que la más mínima precaución
se materialice en mi caso
y que recuerde,
meses de fuego después,
el latido de algo vivo
luchando por abrirse camino
al ritmo del sangrado
de mi inseparable pluma.
La más mínima precaución,
por si surgiese la oportunidad
de alcanzar a mi silencio
antes de que se persone
y se siente a mi lado
en lo que queda de trayecto.
Signifique lo que signifique, he vuelto.
He conseguido algún que otro día seguido de empuñar la pluma mientras que otros he sido incapaz. Pero al menos siento, pienso, me veo escribiendo, me imagino haciéndolo y me apetece a todas horas. Como si me estuviera recuperando por fin.
Y se me hace completamente extraño. Tanto tiempo alejada de lo que más me gusta me hace sentirme alguien desconocido asomándose al cuaderno. Tratar de ver el fondo, cuando a veces ni siquiera me acerco a la superficie.
Pero que sigan surgiendo estos momentos. Que sigan asomando así, casi inesperados, con esa urgente necesidad de dejarlo todo para plasmarlo. Aunque la mayoría jamás salgan de las páginas que siempre me acompañan las considero interesante: pueden ser los gérmenes de futuras ideas o, lo más probable, fragmentos de mí misma con los que entenderme y progresar. No solo en lo escrito, también en el día a día.
La más mínima precaución, en mi caso, es la más básica de todas.