Me empeño en la solidez. En construir con un buen andamiaje y buenos cimientos. Me empeño en revisar una otra vez lo que sostiene, sentirme segura en la parte de atrás.
El frontal pudiera parecer descuidado y olvidado, pero ha sido tan importante lo de atrás durante tanto tiempo que me niego a descuidarlo. Indirectamente eso repercute en lo ya escrito. Directamente, en lo ya corregido.
Reviso notas buscando citas. Reviso versos tocando todo, palpando hasta lo profundo. A veces no tocar, a veces modificar. Comprobar el sentido, que lo que se cuenta lo tiene. Comprobar la vida de cada palabra, por si toca moverlo o cambiarlo.
La corrección avanza. El nuevo borrador con las modificaciones no se detiene: subrayados, notas en el margen, tachones, improvisaciones que buscan mejorar tal o cual imagen, color (a resaltar: este título toca cambiarlo). Todo cabe en esa versión a papel ya impresa. No es intocable ni quiero que lo sea, a un primer manuscrito le pido la flexibilidad de ser corregido en su totalidad.
Surgen las dudas: ¿y si hago una nueva división, un nuevo capítulo? ¿Y si quieto esto de aquí? ¿Y si añado lo otro más allá? ¿Y si separo esta parte de aquí (por énfasis, por significado)? ¿Y si cambio un título? Y en ese mar de dudas transito, totalmente feliz, sumergida en mi manuscrito, sintiéndolo más vivo que nunca.
Tan vivo que me ha surgido un nuevo título para el libro. Barajo varios, aunque en mi cabeza desde hace varios años lo llame de una determinada forma. Todos los títulos que tengo entre manos me gustan, todos son válidos. ¿Cuál será el definitivo?
Y así, entre interrogantes, corrijo.