Había algo en lo escrito que no me gustaba. En el resultado final (provisional) las piezas no me terminaban de encajar. Todo este tiempo lo tuve delante y no lo vi.
Ahora ya sé lo que no me convencía y la estructura se ha tambaleado.
Inicié la corrección hace poco e hice como acostumbro. Corregir con tarjetas tiene una ventaja importante respecto a hacerlo directamente en el ordenador: visualizo la estructura en seguida. Convierte el proceso en algo más intuitivo y fácil de percibir. Voy leyendo de forma seguida, recolocando según vaya necesitando, consigo encajar todo en su sitio. Y así el manuscrito ha ido recibiendo un primer vistazo, una primera revisión, un trabajo importante.
En cuanto tuve terminada esa primera vuelta preliminar me di cuenta de algo importante: no funcionaba el libro que llevaba meses escribiendo.
La frustración de saber que el trabajo de meses no sirve aún porque el resultado final es algo que no me convence, el saber que ese no era el resultado que esperaba porque no trasladaba la idea principal que tenía y me apetecía narrar es algo difícil de explicar. Hay una parte de la escritura que se convierte en dura cuando supone enfrentarse a un manuscrito y que lo vertido y trasladado al papel no es bueno.
Y ahora qué se hace.
Escribir a diario es lo que me ha permitido mantener la conexión continua con mis procesos. No dejar de hacerlo ni cuando soy un mar de dudas y no sé ni por dónde enfrentarme al manuscrito. Es el momento de las preguntas incómodas, de darle vueltas, de pensar qué es lo que ha fallado y lo que no. Y al final lo más simple es lo que ha emergido de todo esto. Porque, como ya he dicho, la respuesta estaba ahí, delante de mí, y no he sabido verla.
Y es que volver a la primera pregunta, la inicial, la que hizo que el resto cobrara sentido ha sido la respuesta. Ahora solo toca recuperar lo posible, reescribir y ver si, por fin, puedo sentir que es el libro que tenía que escribir el que sale.