Escribir, a veces, es escarbar.
Aunque me guste verlo más como desbridar (el hecho de refrescar bordes, de limpiar, de eliminar lo no viable, de cuidar y preparar para dejar en el mejor punto para la cicatrización), escarbar también es necesario. Explorar otras palabras, otras visiones. Bucear, entrar en profundidades, ir más allá del verso que tienes delante. Plantearme justo en ese momento que, quizás, no iba bien encaminada. Que lo que estaba intentando plasmar era una versión descafeinada de lo que tengo en la cabeza. Y que aspiro a más.
Escarbar. Excavar. Ir a lo profundo, contemplarme, hacerme preguntas. No quedarme en la superficie. No limitarme, porque cuando te limitas te frenas. Y lo último que me apetece, justo ahora que parece que voy cogiendo el ritmo, es frenar.
La rutina ayuda, hace que no me pierda. Plantearme dudas me ayuda a estar despierta, pendiente. Revisar viejas lecturas donde en su día encontré algo que me inspiró, o leer algunas nuevas buscando una voz que me guíe, son pequeñas acciones que me permiten tener algo de control a la hora de hacerme las preguntas correctas sobre qué quiero escribir y cómo.
Quiero ir más allá, explorar, ver figuras que hasta ahora no he visto, comprobar de qué soy capaz y hasta dónde. Saber que puedo.
Lo llama mi compi Isabel Pedrero de El Coche Escoba «síndrome de la impostora«. Yo lo llamo autoexigencia al límite, buscando un crecimiento que sé que puedo conseguir. Supongo que saber que puedo hacerlo mejor y no conformarme con lo primero que sale es un primer paso en esto de escribir, que es el punto de saber que hay margen de mejora.
Escribir, a veces, es escarbar. No quedarme en la superficie y buscar llegar al punto exacto de profundidad al que aspiro. Ver crecer, y enriquecerse, lo que escribo. Responder a las preguntas que me hice cuando me vino la primera idea del manuscrito con nuevas preguntas, con nuevas respuestas, con la combinación de ambas. Y comprobar cómo la curva de aprendizaje me está llevando a este punto exacto en el que ahora me encuentro.