Aparece un libro. Luego otro. Y luego otro más. Un cuarto viene a recordar los tres anteriores y, de alguna manera, enlaza con otros dos más. Un recuerdo hace aflorar otro. Se une a la fiesta una idea nueva que pide lectura previa de otros pocos más.
Los títulos se van entrelazando. Las ideas, a la vez, se van mezclando. Un día me veo pensando en alguno de esos pendientes eternos y cómo encajarlo con el resto. La lectura de alguno nuevo, que no tenía planificado previamente, añade más títulos a la lista, expande el horizonte. El recuerdo, también, pide alguna relectura de entendimiento, de aprendizaje, de ver el punto exacto del camino para orientarme.
Con los paseos las ideas se activan, dialogan entre ellas. Piden letras y pausa, piden volver a leer tal párrafo, tal voz, descubrir cierta cosa en las letras de otra autora. Viene el recuerdo de lo leído, la certeza de las ideas encadenadas con las lecturas. Cada paso que doy, cada paisaje que veo, es una pequeña línea que añado a la anterior.
Los libros leídos hablan entre ellos. Establecen conexiones que me hacen pensar en dónde estoy ahora, qué busco. Hablan también de mí, de mis búsquedas, de mis intentos de contener en palabras lo que todavía desconozco. Me ayudan a pensar en ir un paso más allá del actual. Y otro. Y otro más. Avanzar para no estancarme.
Las ideas son dichas en voz alta y cobran sentido. Los paisajes cobran peso. Los libros en el bolso tornan a ser importantes. Sale el cuaderno con una de las plumas. Hoy toca tinta violeta. Hoy toca explicarme a mí misma por qué no paro de pensar en ciertas lecturas. Qué mensajes busco exactamente. Por qué todo eso es importante para la idea que baila sobre la mesa, esperando saber plasmarla. Si seré capaz algún día. Si podré contenerla y expresarla como es debido, tal y como resuena dentro en cada paso que hoy, en cada página que paso para leer la siguiente.
Y con ello otro libro más, esta vez no para ser leído, más bien para ser escrito.