Y en la mañana fría, tras el último chaparrón y los últimos sorbos de café, aparece sobre la mesa una clara visión. Aparece un nombre.
Comienza la investigación. Aparece la mirada que retrocede a los clásicos y las preguntas se siembran solas, desparramadas sobre la mesa. Una tras otra, junto con todas las anteriores, marcan un camino y una trayectoria a seguir.
Aunque quisiera parar ahora mismo no podría. Aunque quisiese pausar todo. Porque ahora solo es el momento de paralizar el mundo alrededor, guardar la canción que desencadena todos estos pensamientos, y empezar a escribir, escribir y escribir.
¿El qué?
Simplemente escribir. Simplemente dejarme llevar, reclamar los nombres, las historias que traen. Pensar y dejar por escrito los lugares a visitar donde seguir creciendo. Anotar según viene todo, a la velocidad en que mano y mente se compenetran. Buscar hilos conductores, retroceder a esa mirada que me hace buscar clásicos cuando nunca los he buscado. Porque apenas sé nada.
Apenas conozco, apenas sé si esto me conducirá a alguna parte.
Siento que no tengo conocimientos de nada, que estoy en la más amplia ignorancia, que estoy descubriendo nuevos caminos en mi escritura. Inexplorados, intransitados, desconocidos y ocultos a la vista. Encapsulados, dentro de una apariencia inocente, como portales a otro mundo que jamás han sido abiertos.
Y dentro de estas páginas que relleno con píldoras contra esa ignorancia saltan notas musicales extrañas, notas que voy adoptando por cómo consiguen que hoy esté escribiendo esto sin dudar. Me dejo mecer por ellas mientras las palabras se van sucediendo ante mis ojos, entre mis dedos. Mientras pienso en cuál será mi próxima lectura, la siguiente que ilumine mi camino.
Entre todas las palabras ajenas seguramente encuentre alguna que me sirva para no perderme y que el libro siga creciendo. A su ritmo, a impulsos, irregular como él solo, pero sigue creciendo.