Donde nace la palabra escrita es donde acaba la duda.
A veces escribir es aprovechar mientras se hace la cena para apuntar algo de forma apresurada. No queda otro momento del día que ese y lo aprovechas. Sirve para tener por delante un puñado de ideas que en el resto de la semana resulta imposible darles forma. Pero ahí están, como salvaguarda. Dentro de la funda del móvil, esperando que les haga caso y las trabaje.
No tienen prisa. No tienes tiempo. No encuentras un instante en que ponerte a ello y cuando el domingo agoniza te cae el peso de la urgencia, de lo que que se debería haber escrito y no ha sido posible. La nota que descansa a tu lado te mira y te recuerda su presencia. Trata de animarte diciendo que tampoco pasa nada. Por dentro, la parte más dura contigo, te tortura. Pero el papel es testigo, al igual que tantas notas antes, de ese esfuerzo que haces.
Y del cansancio. El cansancio y el calor que se han unido en ese domingo pensado en que te enfrentas a una página en blanco sin saber muy bien hacia dónde ir, a pesar de todo lo que tienes apuntado.
El músculo literario se trabaja escribiendo, incluso cuando parece que no tienes nada que decir. Te lo recuerdas por si acaso, al igual que te recuerdas tantas y tantas entradas que salieron mucho antes y que en su momento no tenías ni claro qué escribirías. Al igual que otros momentos que te has acercado al cuaderno sabiendo que era lo que tocaba, pero sin tener ni un mínimo de idea de lo que ibas a hacer.
Machacas y machacas esa teoría que dice que tecleando va saliendo todo. Ya habrá tiempo para separar polvo, paja y grano. Lo importante, primero, es salir. Como salen esas notas mientras cocinas, con la sabiduría de que por corta que sea la perla semanal que teclees es un día más que has tachado del calendario. Una meta más que has logrado. Un bloqueo más que has roto.
Y eso último es lo más importante de todo.