No sé cómo lo hago que aparece de vez en cuando una pieza de música en mi vida en forma de canción, banda sonora que no me puedo quitar de la cabeza.
Al principio empieza a acompañarme de forma inocente. Lo hace con una escucha ocasional, un descubrimiento o al rememorar un tema al que hace tiempo estuve enganchada por la historia que ligué en su época a sus notas. A partir de ahí la cosa va en ascenso, se empieza a infiltrar en mi día a día, la tarareo mentalmente y a ratos me descubro echándola de menos, buscándola para volverla a oír. Esta obsesión puede bien durar escasos días o semanas, según la intensidad que perciba con cada escucha.
El momento en que sé que esta música va a tejerse con algo más, que va a formar parte de mis palabras y mis palabras van a formar parte de esta música, es cuando el reproductor de música que llevo en mi mente no me hace olvidarla, se obsesiona de manera malsana y una tarde de domingo, sin nada mejor que hacer me encuentro tecleando un texto con esa música de fondo sin mirar la pantalla, viendo las nubes en el cielo teñidas del naranja del atardecer. El teclado, mis dedos y la música hacen simbiosis, todo es perfecto y la canción estará en bucle el tiempo que sea necesario, todas las reproducciones que sean precisas, hasta que saque de mi interior todo lo que llevo dentro y que esta música consigue que expulse al papel.
No sé cómo lo hago, pero a veces esta magia ocurre. No es una simple búsqueda de una canción perfecta para escribir. No es tratar de encontrar una pieza que me transmita qué quiero transmitir en ese momento para construir a partir de ahí una atmósfera. Es una canción que simplemente me ha hecho vibrar por dentro, me ha tocado todas las fibras, ha conseguido reunificar mis ganas de escribir, mi tiempo, el teclado, la hoja en blanco y el instante. Ha obrado la magia. Y es la sensación más placentera que a veces obtengo en esto de escribir.
Ya solo por eso tengo que darle las gracias a mi neurona por sus obsesiones musicales. Y, esta vez, a Rammstein por su última canción, Deutschland. Como en su día hice con Ramin Djawadi por su Light of the Seven.
He abierto de nuevo Scrivener. He compilado lo antiguo para tener una base sobre la que apoyarme. He abierto un documento nuevo sobre el que empezar a trabajar. Y, ahora mismo, tengo un puñado de ideas que se van vertiendo poco a poco, unos cuantos temas sobre los que quiero investigar y leer y la motivación de no saber exactamente dónde me va a llevar ese hilo conductor de momento.
Esta fase de descubrimiento de la historia que quiere ser contada tiene un punto fascinante, lleno de sorpresas. Cuando crees dar todo por supuesto aparece algo más por lo que seguir investigando, seguir indagando. No hay nada cerrado en este momento tan inicial. Y si, encima, una de esas obsesiones musicales mías aparece y acaba llevándome por el camino más insospechado, mejor aún.
No sé qué sería de mí sin dejarme llevar por el teclado donde los dedos y las notas me lleven. Que vaya saltando de tema en tema mientras fluyo. Que no deje de ocurrir esta magia creativa incluso horas más tarde en el autobús de camino al trabajo con la misma fluidez como si fuesen mis condiciones ideales creativas solo que esta vez en papel, en un cuaderno que se acaba, intentando captar el conjunto de sensaciones que todavía me persigue y que no quiero que se vayan.
Si algo bueno tiene ese estado de semitrance, esa fusión creativa entre la música y la escritura es que no es un episodio aislado, media hora a lo sumo. Es un relámpago creativo que hace que me active y se queda a mi lado hasta que saque todo lo que llevo dentro, tarde lo que tarde. Y si eso coincide con las fases iniciales de un proyecto no hay momento más mágico y especial que este.