A veces anoto algo, que me viene como una llamarada repentina. Ilumina la oscuridad y el camino de pronto se hace más visible. Sé que tengo que escribir sobre eso. Sé que lo que acaba de aparecer ante mí merece que cargue la pluma, me vuelque en el folio y avance.
Pero entonces ocurren la vida. El calendario se llena de marcas y tachones varios. Avanzan los días y nunca llega ese momento. Siento que eso que quería contarle al papel, ese fogonazo repentino, está ahí, se ha quedado conmigo, permanece iluminándome como una lucecita más, a lo lejos, quedándose atrás, pero no aparece de nuevo. No encuentro el momento de plasmarlo, por más que las palabras las conozca y sepa que están ahí.
Y cuando tengo ese hueco es cuando no consigo escribirlo. Porque ha quedado tan lejano, tan al fondo, que ahora mismo sacarlo a la luz se antoja imposible.
Llega un domingo por la tarde, como tantos otros de escritura. Todo es ruido en mi mente, mil temas la ocupan, solo hay ruido y mis pensamientos van saltando de uno a otro continuamente. Paso a tachar en una hoja, a anotar cualquier cosa en otra, a tratar de vaciarme como sea… Pero la mente sigue saltando, todo sigue embrollado y el tema principal, por el que realmente quiero escribir, sigo notándolo lejano e inaccesible. Porque parece que, en realidad, lo que apunté en su día se queda flojo. Pero cada vez que leo la premisa en la que quiero trabajar me sigue llenando como ese primer momento de fogonazo y sé que tengo dentro las palabras.
No quieren salir, eso es todo. Estoy demasiado inundada de ruido como para que lo hagan.
Apago todo lo que puedo a mi alrededor. Invoco el flujo de escritura, ese que sé que sale cuando trabajo más concentrada. Suelto lo primero que me viene a la cabeza, le doy vueltas, vuelvo al papel, vuelvo a la pantalla. Parpadeo. Debo empezar por algún lado, donde sea. Lanzarme a la hoja en blanco sin esperar nada más, con un título y arrancar, esa es una habilidad cultivada. Bloqueo todo pensamiento que me viene de forma lateral conforme estoy tecleando las primeras palabras («tendría que estar revisando esto», «debería cambiar de tema y escribir otra cosa», «nota mental: tienes que retocar eso que me había apuntado en la agenda», etc.) y continúo, sin saber bien hacia dónde, pero yo sigo. Sigo y sigo hasta que, de pronto, lo noto: he conseguido alejarme de ese ruido.
La idea tan lejana, el fogonazo tan intenso, ha vuelto a mí. Es cálido y acogedor, es cercano y comprende bien qué pasaba y por qué no era el momento de salir. Requiere cierta práctica reconocerlo, pero ya que está, es el momento de abrazarlo y quererlo, darle el camino que se merece y guiarlo hacia esa página en blanco que se resistía a poblar hasta este momento.
Sigue siendo domingo por la noche, ha pasado la casi hora y media de escritura habitual en grupo casi sin darme cuenta, ensimismada como estaba en esa página, en esa idea, en esa calidez y en lo que verdaderamente importa. Ya no hay ruido mental. No me hace falta nada más. Todo se ha reducido a silencio.