La enésima vez que me enfrento al cuaderno a lo largo de mi vida. Como cada fin de semana que lo hago cuando me toca trabajar son las seis y media de la mañana, el café está recién hecho y me dispongo a iniciar un cronómetro de quince minutos en los que fluir para, de alguna manera, afrontar el día mejor.
El detonante
La enésima vez más una que me acerco a la página en blanco repito el ritual a primera hora del lunes: café recién hecho, tostadas, el portátil encendido y el editor de WordPress abierto, esperando que los pensamientos de la semana se cristalicen en una entrada. No paro de darle vueltas a la conversación, volviendo a casa después del turno, que tuvimos mi mejor amigo y yo ayer sobre la creación, sobre el proceso creativo y la mejora continua, entre otras cosas. Una de nuestras conversaciones cíclicas, de esas que ojalá pudiéramos tener más a menudo en persona y que nos conformamos con hacer mediante audios de cinco minutos o con parrafadas.
Pienso en todo esto mientras reviso notas, pienso en lecturas, me descubro ordenando mis libros pensando qué será lo próximo que lea y trato de abordar mis proyectos creativos de alguna manera. Pienso en las opiniones que compartimos sobre no solo crear, no solo dedicarnos a acumular material sin más, si no también en ir aprendiendo del acúmulo de errores e ir mejorando poco a poco. Pienso en cómo la experiencia se acumula y sirve, entre otras cosas, para ir subiendo cada vez más el listón e ir cada vez exigiéndote más y más conforme ejerces la creatividad.
Tratar de ser mejor en cada momento. En mi cuaderno, mi espacio reservado para ser completamente libre y anotar lo que sea, lo reflejo. Intento cada día que sume más, que no sea una mera sucesión de palabras para cumplir la cuota mínima. Ya no busco como antaño una meta numérica. Pero para llegar a este punto he tenido que pasar un largo proceso.
El proceso
He tenido que pasar por un proceso donde he digerido los consejos de miles de blogs de escritura, cientos de lecturas, montones de horas de práctica, de ensayo y error, para encontrarme cómoda con cómo trabajo con mi creatividad. He probado de todo y he visto con qué consejos puedo quedarme porque me sirven, porque son útiles para mí y mis circunstancias, y con cuáles no porque no funcionan o me lastran.
Es por eso por lo que, por poner un ejemplo, ya no me propongo propósitos de escritura ni me propongo retos de escritura diaria. Con mi ritmo de vida, con mis circunstancias (estudio, trabajo a turnos) son incompatibles. ¿De qué me sirve venir de pasar un fin de semana agotador en el hospital, llegar a mi casa reventada, sentarme a escribir agotada en la cama y que lo único que haga sea apuntar lo cansada que estoy en un cuaderno y lo incapaz que soy de hacer nada creativo, además de para cumplir una cuota? A mí lo que me importa es que cuando me siente a escribir, sea cuando sea y en las circunstancias que sean, sea para aportar algo. Para una observación, una idea, apuntar una frase de un libro, algo que me haya hecho pensar. O para pensar en papel qué voy a escribir y cómo. De eso es de lo que puedo extraer algo de lo que seguir aprendiendo y seguir avanzando. Eso es lo que luego merece la pena releer con el paso del tiempo.
Y en mi ritual de escritura, si es que se puede considerar ritual como tal, tampoco sigo consejos de horarios, ni de ambientes, ni de nada en concreto. Se hace lo que se puede como se puede. Me gustan los pequeños momentos que robo a mi día a día, como lo del café a las seis y media de la mañana un domingo antes de trabajar o la sobremesa, pero no los convierto en rutina. Mi día a día es cambiante y me adapto a él según va surgiendo. No me fustigo por no tener un horario ideal creativo porque eso serviría para frustrarme y nada más. ¿A qué hora tendría que hacerlo, si la ocupación de mis horas depende del horario del hospital y de mi cansancio?
De todas formas, estos momentos del día a día aprovechados sacian bastante. Escribo más y mejor así que intentando encorsetarme. Escribo cuando realmente tengo que decir, algo que aportar. El resto del tiempo, con leer y nutrirme de letras ya voy haciendo camino.
El resultado
El resultado es que ahora tengo claro con qué me quedo de todo lo leído. Y que cuando me enfrento al cuaderno lo hago con la perspectiva de ir mejorando lo presente, dar un paso más. Lo hago a sabiendas del punto en el que parto porque me dedico a hacer revisiones de forma cíclica, para poder estudiar mi propia evolución. Lo hago sabiendo cuáles son mis carencias, pensando cómo podría intentar mejorarlas. Y exprimiéndome, buscando un nuevo punto de vista, algo más a lo que aspirar. Porque quedarme estancada no es una opción y regodearme en lo mismo de siempre sería no aprender nada del proceso cuando yo, a lo que aspiro, es al noble arte de tratar de ser cada vez mejor.
Gracias a este proceso continuo he podido terminar más de un proyecto literario hasta la fecha: una novela, cuatro poemarios, incontables relatos (entre ellos, el que publiqué en Mujeres en construcción con Vinatea). Gracias a todo esto, a mis trece años escribiendo con sus altos y sus bajos, puedo decir que de un proyecto a otro ya he ido viendo ese crecimiento. Y lo que me queda.
Y hay más cambios, más evolución con esto de tratar de ser cada vez mejor. No voy escribiendo tan alegremente sobre proyectos que se sustentan en una idea y poco más, ahora escojo con más cuidado y comento solo lo que estoy planificando y en lo que estoy trabajando. Dejo todo reposar para darle perspectiva antes de considerar qué escribir, por dónde empezar. Lo alimento de lecturas, de vivencias y experiencias para que las palabras no sean planas, tengan su riqueza. Intento, cada vez más, no quedarme una en una mera capa externa si no darle profundidad. Y en cada intento, frente al papel en blanco, las primeras preguntas que me hago es: «¿Cómo puedo escribir esto para reflejar exactamente lo que estoy pensando? ¿Cómo puedo mejorarlo?».
A partir de ahí solo quedaría escribir. No como un acto de unir palabras, más bien como un acto de cohesionar ideas con una cierta calidad. Casi nada.